domingo, 30 de mayo de 2010

Documento del EDI sobre inflación

¿Por qué rebrota la inflación?





Consideraciones sobre sus causas y soluciones



La inflación ha reaparecido nuevamente como un grave problema. Coincidiendo con la percepción cotidiana de la población, la mayoría de las estimaciones sitúan la carestía entre el 15 y el 25% anual. Estos porcentajes, que manejan las consultoras privadas y los institutos provinciales, son congruentes con el incremento de la recaudación impositiva en el primer trimestre (18%) y con el promedio de las negociaciones salariales (18-25%).



Estas cifras se encuentran muy lejos de los desastres hiperinflacionarios de los años ‘80 / ‘90 y reflejan también coyunturas estacionales pero, en el mejor de los casos, la suba de precios se ha estabilizado en un nivel que golpea duramente a las mayorías populares.



Este impacto es mayor entre los sectores más empobrecidos, que soportan el encarecimiento de la canasta alimenticia. El incremento de estos precios duplica el promedio general y en algunos rubros -como la carne- alcanzó niveles escalofriantes. La inflación anual de los hogares pobres promedió el año pasado un 22%, mientras que su equivalente entre las familias ricas alcanzó al 13%. La misma tendencia se verificó en los dos primeros meses del 2010 con subas de 6,5% en el primer caso y 4,9% en el segundo.



Un ejemplo de este impacto diferenciado es la licuación de la asignación universal por hijo, cuya preservación requeriría un ajuste mensual automático por la evolución de los precios de la canasta básica de alimentos.



Una estrategia fallida: destrucción de los indicadores

Cualquier debate sobre la inflación ha quedado deformado por la demolición de las estadísticas del INDEC. Como el gobierno niega esa manipulación hay que manejarse con estimaciones para-oficiales, tampoco muy confiables. Desde que comenzó la digitación de las cifras (enero del 2007) se ha introducido una distorsión escandalosa, mientras que los funcionarios calculan desde entonces una suba de 28,1%, los institutos provinciales (Santa Fe o San Luis) registran incrementos de 80%.



El dictamen que prepara la comisión formada para evaluar el manejo oficial de los índices (CAES) es demoledor. Sobran las anormalidades en todos los terrenos (cambios de canasta, reducción de rubros, gastos que desaparecen).



Repitiendo un hábito de administraciones anteriores (especialmente las de Martínez de Hoz y Cavallo), los ministros de economía han intentado disimular la inflación destruyendo al mensajero. Pero el engaño es efímero, ya que resulta imposible tapar la realidad con números ficticios. No solo la población percibe la estafa, sino también funcionarios y empresarios que necesitan contar con datos confiables para adoptar decisiones cotidianas.



La manipulación de los datos ha creado un mundo de fantasía, que impide evaluar los niveles de pobreza e indigencia. Estas magnitudes se calculan utilizando el controvertido índice de precios de la canasta básica de alimentos. Según las estimaciones oficiales, el primer porcentual ha caído a 13,2% y el segundo a 3,5%, incluso antes del otorgamiento del ingreso universal (diciembre 2009). Este diagnóstico contrasta con diversos cálculos privados que triplican esos guarismos (30,1%-31,2% y 10,5% -11,2%).



La caracterización oficial choca con algunas constataciones elementales. No es creíble que la pobreza e indigencia hayan bajado en forma tan radical durante el año pasado, que estuvo dominado por el crecimiento negativo, la contracción de ventas y el aumento del desempleo (de 7,8 a 8,4%). Si las cifras del INDEC fueran ciertas el nivel actual de indigencia se asemejaría al de 1974, cuando el desempleo era de 2,8%, el trabajo en negro rondaba el 17% (hoy 36%) y la brecha entre ricos y pobres era incomparablemente menor. Es más que obvia la distancia que separa el contexto actual de esa época.



Como el imaginario universo oficial es insostenible ya existen varias iniciativas para alivianar la manipulación del INDEC. Pero las propuestas para elaborar nuevos índices van y vienen, con ensayos de canastas que incluyen y excluyen consumos de diverso tipo. La decisión más reciente sería negociar un programa de asistencia técnica con el FMI, que al mismo tiempo es cuestionado como auditor por el propio gobierno. Los funcionarios, que alegaban una conspiración de los acreedores para ajustar los rendimientos de sus títulos con los índices del INDEC, ahora tramitan un asesoramiento del principal protector de esos financistas que, como es sabido, carga con una probada responsabilidad de encubrimientos y fraudes contables al servicio de los grandes banqueros. Sin embargo en cualquier caso lo más importante son las causas de la inflación, no su medición.



Preservación de las ganancias capitalistas

Para quienes integramos Economistas de Izquierda (EDI) en toda formación social capitalista la inflación es resultante de tensiones contradictorias al interior del proceso de producción, que se expresan de diversas maneras según la coyuntura, en la actualidad el principal impulso inflacionario deviene de las macroganancias de las grandes empresas. Los grupos capitalistas más concentrados se aseguran beneficios elevados por medio de la inflación. Nuestra conclusión surge de una simple constatación: solo los capitalistas pueden implementar remarcaciones. La inmensa mayoría de la población está compuesta por simples consumidores de los bienes cotizados por los grandes formadores de los precios.



Para nosotros es importante subrayar esta evidencia para no perder de vista quiénes son los mayores responsables de la inflación actual. Cualquier discusión que omita esta realidad conduce las reflexiones hacia un laberinto. Hay que debatir cuales son las razones que impulsan a los empresarios a subir los precios y evaluar si se trata de actos voluntarios, obligados o perversos. Pero antes de calificarlos es necesario asumir su protagonismo en la carestía, ya que existe un manifiesto ocultamiento de ese rol. Los gobiernos suelen determinar algunos precios básicos de la economía (tipo de cambio, tarifas, salario mínimo) y adoptan políticas que aceleran o atenúan la inflación. Obviamente tienen responsabilidad política (por acción u omisión), pero finalmente quienes remarcan los precios son los capitalistas.



Los dueños de las empresas no limitaron estos aumentos, ni siquiera durante la recaída productiva del complicado año pasado. Según informaciones periodísticas los balances de las firmas que cotizan en Bolsa indicarían un crecimiento de las utilidades promedio de 51,7% en comparación al 2008 con sectores muy beneficiados (bancos, telefónicas, siderúrgicas), pero la performance habría sido muy buena para todos en el peor ejercicio del ciclo iniciado en el 2003. Otro cálculo más extendido revela que la rentabilidad bruta fue muy elevada entre el 2004 y el 2007, se atenuó posteriormente y se mantuvo siempre por encima de los años ‘90. El nivel del año pasado se ubicó por ejemplo un 15% por arriba del 2001.



Un indicador de la inflación como ajustador de las ganancias es el comportamiento de los precios mayoristas, que tiende a subir en forma preventiva para asegurar el colchón de rentabilidad. Este mecanismo de actualización ha quedado incorporado desde hace décadas a la conducta habitual del capitalista argentino.



Durante la reactivación del 2002-07 las ganancias extraordinarias generadas por la mega-devaluación atenuaron la incidencia del recurso inflacionario. Pero desde que el modelo económico perdió capacidad para generar beneficios fáciles, la escala de precios volvió al primer plano.



Este retorno opera como un instrumento patronal para neutralizar la recuperación del salario. Desde la reactivación del 2003 las remuneraciones lograron una progresiva reconstitución del poder de compra perdido durante la hecatombe precedente. Cuando esa recomposición alcanzó su techo (2007), los empresarios retomaron la inflación para diluir en el mercado la mejora obtenida por los trabajadores. Este resurgimiento de la carestía para desvalorizar los salarios se mantuvo en el 2008 y no decayó con la recesión posterior.



El mismo papel ha jugado la inflación frente a la recuperación del empleo. Para contrarrestar el efecto de la creación de 2,2 millones de puestos de trabajo en blanco durante los últimos seis años, los capitalistas preservan beneficios vía precios. Por ese camino compensan la recomposición de las remuneraciones que tuvieron de los asalariados del sector formal.



Los empresarios no pueden recurrir a los mecanismos de ajuste de los años ‘90 (desempleo y deflación) en un contexto de crecimiento y reconstitución de la lucha social. Por eso utilizan la inflación como contrapeso a un legado de la rebelión popular del 2001 que se refleja en la renovada gravitación de los sindicatos.



Ciertamente esta utilización patronal de la inflación como sustituto de los despidos y la reducción salarial es un rasgo general del capitalismo contemporáneo. Pero en Argentina siempre ha presentado un nivel superior al promedio internacional. En la actualidad por ejemplo, la tasa de de inflación es nueve veces mayor que la media global y se ubica cinco o seis veces por encima del promedio de los países vecinos. En el 2009 fue solo superada por seis países en el mundo y triplicó la media latinoamericana.



Estos datos confirman la perdurabilidad de una conducta empresaria adiestrada en la gestión de negocios en marcos inflacionarios. Mantienen este hábito por memoria, tradición e impunidad y es un comportamiento análogo a la fuga de capitales. Ante cualquier temor o perturbación se remarcan los precios y se gira el dinero al exterior. Estos reflejos han vuelto a operar y por esta razón la inflación no ha bajado de dos dígitos en los últimos tres años.



Diagnóstico del establishment: gasto público descontrolado.

Los llamados economistas ortodoxos están claramente embarcados en una campaña de inflación de la inflación. Sugieren la existencia de porcentajes mayores a los existentes por medio de encuestas distorsionadas y operaciones de prensa. Su objetivo es crear un clima propicio a la implementación del ajuste antipopular.



Sus voceros atribuyen la inflación al deterioro de las cuentas públicas y a la desmesura del gasto estatal (Melconian, Llach, Artana, López Murphy, Broda entre otros). Afirman que esas erogaciones han crecido a un ritmo 30% superior a los ingresos, provocando la abrupta degradación del superávit primario (3,9% en 2004) a una situación de equilibrio (o déficit del 1%, si se considera el uso de recursos extraordinarios).



Pero estos custodios de la austeridad fiscal dieron rienda suelta a la emisión y al endeudamiento público cada vez que les tocó participar de un gobierno o colaborar con el. Sus demandas de recorte del gasto son pura hipocresía, puesto que convalidan las principales fuentes de erosión de los recursos públicos: los pagos de la deuda y los subsidios a las grandes empresas. Estas últimas subvenciones no buscan mejorar los servicios, sino asegurar la rentabilidad de los concesionarios y mantener las tarifas en niveles políticamente sostenibles. Tampoco objetan la existencia de un sistema tributario regresivo, que obliga a las mayorías populares a cargar con el sostenimiento del Estado, mientras las clases dominantes lucran con desgravaciones de todo tipo. Por otra parte, propician políticas de alta tasa de interés, que son un mecanismo disparador de todos los costos y precios de la economía.





Los custodios verbales de la tesorería tampoco recuerdan su contribución a los colapsos fiscales y financieros que soportó el Estado por rescates de bancos y empresas en quiebra. Los críticos ortodoxos silencian estas dilapidaciones. Nunca rechazan el gasto público a favor de los capitalistas y solo reclaman cortar el gasto social destinado a los trabajadores, desempleados y empobrecidos.



Pero el diagnóstico de carestía por emisión -que efectivamente derivó en varios colapsos hiperinflacionarios en el pasado- no se ajusta a la realidad actual. Fue causa del descontrol de los precios en los años de gran déficit fiscal, deuda incontrolable y reservas exiguas, que no se verifican en estos momentos. Es cierto, el superávit fiscal se ha reducido pero los desbalances de las cuentas públicas son limitados y no provocan el alto nivel de inflación vigente.



El combustible inflacionario que generan los desequilibrios fiscales son más un peligro a futuro que un problema inmediato. En la medida que el bache de las cuentas públicas se profundice, con agujeros que se tapan con fondos de la previsión social y políticas de re-endeudamiento, los desastres financieros del Estado pueden reaparecer. Pero son posibilidades de inflación potencial, que no explican las remarcaciones de los últimos tres años.



Los economistas del establishment atribuyen todo el problema al gobierno, exculpan así a los capitalistas que son quienes efectivamente provocan el aumento de los precios. Han difundido la teoría de una “inflación K”. Esta teoría presenta a la carestía como una conspiración político-electoral del matrimonio presidencial para perpetuarse en el poder, afirman que con ese propósito se está generando desde el Estado un crecimiento artificial de la producción y el consumo. Como sabemos esta tesis conduce a propiciar un enfriamiento de la economía y al ajuste.



Cuando estos economistas toman distancia de los gobiernos suelen culpabilizarlos por el llamado “impuesto inflacionario”. También aquí olvidan que el incremento de los precios no es un gravamen por el solo hecho de incrementar los ingresos fiscales o licuar parcialmente la deuda pública. Quienes recaudan los mayores beneficios de la carestía son los capitalistas que lucran directamente con las demarcaciones, aunque también el Estado se beneficie.



El ajuste y sus variantes

Del retrato de inflación descontrolada que difunden la derecha opositora y el FMI se deriva la necesidad de un ajuste inexorable. El propósito de este recorte sería garantizar desde ahora el cobro puntual de la deuda pública. Los exponentes de la banca (Kiguel, Daniel Marx) no disimulan este objetivo. Algunos ya se pronuncian por la tradicional receta de cortar las erogaciones y enfriar el nivel de actividad (Bour, Frenkel) y otros proponen un camino más gradual para implementar el mismo achique (Llach).



Cuando pueden hablar sin micrófonos son más explícitos, atribuyen la inflación al recalentamiento de la demanda que generan las negociaciones salariales en curso. No cuestionan abiertamente los reclamos de aumento salarial, sino que advierten en forma más indirecta respecto del impacto que esas exigencias tendrían sobre la “espiral inflacionaria”.



Sin embargo olvidan aclarar que ese reciclaje no obedece a fuerzas de la naturaleza, sino a las acciones premeditadas de los capitalistas. Otra forma de invertir la realidad es afirmar que el gobierno convalida aumentos salariales que negocian fuera de su órbita (sector privado, provincias) y que “deben pagar otros”.



Proponen combatir la inflación mediante la liberación de los precios. Consideran que la oferta y la demanda auto-regula todas las variables de la economía colocándolas en su justo lugar. Con este estandarte despotrican contra la ineficacia del “intervencionismo populista” que pretende supervisar los precios (Aguad, Campos, AEA).



Este rechazo contrasta con el aplauso que reciben todos los auxilios estatales a los banqueros. Para estos economistas cuando se imponen topes a los salarios los gobernantes cumplen una loable función, pero si intentan atenuar la escalada de los precios se inmiscuyen en áreas que están fuera de su incumbencia. Este recitado neoliberal omite que la inmensa mayoría de los precios están actualmente exentos de todo control y que por eso aumentan. No existe carestía por “inflación sumergida”, sino una remarcación descarada y sin grandes obstrucciones. Quienes repiten una y otra vez que “los precios no deben regularse”, omiten notar que justamente ese descontrol provoca la inflación actual.



Cuando los precios internos se aceleran en comparación al tipo de cambio los exportadores comienzan a pedir devaluación competitiva para recuperar rentabilidad. La mega-devaluación del 2001-02 los mantuvo callados durante todo el tiempo que lucraron con los efectos de esa confiscación de ingresos populares, solo exigieron reducciones de impuestos (bajar las retenciones), sin hablar de la cotización del dólar.



Pero ahora piden la devaluación frente al intento gubernamental de morigerar la carestía retrasando el acompañamiento cambiario (Ratazzi, Buzzi). No les satisface esta política, ni tampoco la reciente aceptación de la traslación local del aumento de ciertos precios internacionales (por ejemplo el combustible). En su griterío omiten que el tipo de cambio promedio se sitúa todavía un 33% por encima del ocaso de la convertibilidad y que el tipo de cambio multilateral (con los socios comerciales) duplica el vigente en diciembre 2001.



Es conocido que cualquier devaluación potenciaría la inflación, ya que el país exporta alimentos y una mejora de los precios de exportación genera inmediatas presiones para incrementar sus equivalentes internos. Por donde se lo mire, los remedios que propone la “ortodoxia” económica implican más inflación.



Explicación del gobierno: expectativas, codicia, indisciplina

El gobierno atribuye el incremento de precios a la existencia de un clima político y social enrarecido que induce a los empresarios a remarcar. Así desestima la existencia de un rebrote inflacionario, solo habla de “reacomodamiento de precios”, que se disipará cuando retornen las expectativas favorables. Para el oficialismo la carestía desparecería si impera un clima de buena onda.



El carácter superficial de este diagnóstico salta a la vista. La inflación se ha instalado desde hace tres años como un problema sostenido, que ya no depende del humor del momento. Los precios suben en la prosperidad y en la recesión económica, con estabilidad o con convulsión política y todo indica que seguirá incluso perdurando en un nuevo ciclo de crecimiento.



Los funcionarios apuestan a los efectos mágicos de relativizar el problema. Afirman que los precios solo repuntan por las maniobras de empresarios codiciosos. Siguiendo este diagnóstico, algunos economistas caracterizan a la inflación actual como un fenómeno inercial y de corto plazo, que podría cortarse con acuerdos sociales (un pacto CGT-UIA-FAA), cuyos contenidos nunca son explicitados, y anuncios presidenciales de metas de inflación decreciente (Ferrer).



Pero los datos desmienten el carácter meramente coyuntural de la presión inflacionaria. La experiencia indica que cuando este comportamiento se estabiliza, la remarcación se torna inmune a todas las convocatorias oficiales a la sobriedad. Los empresarios saben, además, que la amonestación oficial solo encubre las negociaciones para introducir algún freno de la carestía a cambio de subsidios y concesiones. Con estas tratativas se busca relanzar una canasta artificial de bienes con precios moderados para justificar las manipulaciones del INDEC y preservar la libre remarcación del resto de los productos.



Como los capitalistas suelen violar estos acuerdos, desde hace años existe un cortocircuito con la gestión Moreno. Los comunicadores derechistas denuncian su estilo patotero, pero no su tolerancia de la carestía. Los escándalos mediáticos ocultan que los formadores de precios ignoran todos los compromisos que asumen, provocando el enojo del secretario. Pero este vocifera sin adoptar medidas de control efectivo de los precios.



La Secretaría de Comercio Interior no tiene un solo departamento de estudios de costos ni de márgenes de ganancia. Tampoco cuenta con inspectores que fiscalicen si los acuerdos de precios son puestos en ejecución. Es como si se pusiera en marcha una AFIP que no tuviera capacidad para recaudar o una Aduana sin facultades para gravar el ingreso de mercancías. En los últimos meses se limita a remendar convenios que no funcionan, para mantener la ficción de una regulación de las segundas marcas.



El método Moreno ha conducido al peor de los mundos. Mantiene una pantalla de concertaciones, lanza amenazas que no cumple y pretende asustar a los dueños del poder sin recurrir a la movilización popular. Supone que el griterío por arriba puede doblegar a los ejecutivos, reemplazando la intervención directa de los trabajadores y los usuarios en el control de los precios y los costos de las empresas.



Los formadores de precios no son “pequeños comerciantes inescrupulosos”, ni “intermediarios que se han avivado”. No se los puede disciplinar con simples amenazas de sanción oficial, porque conforman los grupos más poderosos que controlan los mercados, que siempre han manejado la economía argentina, en distintas asociaciones con todos los gobiernos.



Estos enormes conglomerados definen el precio de venta de los principales productos. Como ejemplos alcanza solo con algunos rubros. Únicamente dos empresas manejan el 89% de las ventas de pan lactal, otras dos el 84% de gaseosas y otra dupla el 77% de la leche chocolatada y el 78% de las galletitas saladas. El 100% de las cervezas es controlado por tres compañías. La misma situación se verifica en harinas, aceites y otros productos básicos. En todos los segmentos centrales de la provisión de alimentos y bebidas predomina el mismo paisaje de contundentes grandes oligopolios, enlazados a las cadenas de comercialización. Este manejo no implica necesariamente concertaciones entre las grandes firmas, pero las rivalidades no se traducen en reducción de precios.



Un freno efectivo de la escalada de los precios exige confrontar seriamente con las grandes empresas. Esta política nunca figuró en los planes del gobierno que trata a estas firmas como socios privilegiados del poder. Por esta convivencia tolera la inflación haciendo como que la enfrenta.



Demanda y puja distributiva

Los partidarios del gobierno afirman que el rebrote inflacionario obedece a incrementos del poder adquisitivo, que se traduce en aumentos generales del consumo. Consideran que la Asignación Universal, también el plan Argentina Trabaja, generó una fuerte corriente de compras de los sectores de menores ingresos, que indujo a los empresarios a subir los precios (Heller).



Pero este razonamiento descalifica el propio otorgamiento de la asignación por hijo. ¿Por qué, si su concesión impulsa la carestía, se la implementó de esa manera? Es evidente que la efectividad de esta iniciativa depende de su complementación con férreos mecanismos de control de precios. Como el gobierno no quiere enemistarse con los grandes capitalistas, otorga una concesión social que se ve limitada en su alcance real ya que la inflación, especialmente en el rubro alimentario, la ha licuado en un 50% en apenas seis meses.



Otros economistas oficiales estiman que la inflación refleja la intensidad de las negociaciones salariales entre trabajadores y patrones. Consideran que los precios se recalientan, junto a las crecientes disputas por la distribución del ingreso. Pero esta puja no es una confrontación equitativa, sino una batalla entre patrones que aumentan los precios y trabajadores que solo negocian su salario.



Es cierto que el rebrote de la inflación expresa estas tensiones, pero no una mejora en la distribución del ingreso. Los precios suben porque los empresarios buscan mantener sus beneficios en un escenario de reactivación por causas externas (crecimiento de Brasil, alta cosecha, elevados precios de las exportaciones) e internas (política oficial contra-cíclica de sostenimiento del consumo). La inflación vuelve con fuerza a medida que el PBI tiende a crecer por arriba del 4%.



En este contexto se profundiza la desigualdad en lugar de acortarla. No existe ninguna redistribución significativa del ingreso, al contrario, la brecha entre los más ricos y los más pobres tiende ensancharse. La gravitación de los consumos de altos ingresos en los últimos meses es un signo de esa polarización.



El gobierno se despoja de toda responsabilidad por la inflación, pero desde la reanudación de la remarcación de precios en el 2007, primero Néstor Kirchner y luego Cristina Fernández no tomaron medidas efectivas que contuvieran la dinámica inflacionaria, aún en las condiciones de atraso del salario real. Se limitaron a implementar la tergiversación de los índices de precios y a ponerlo a Moreno a hacer declaraciones contra los empleados del INDEC. No existe una acción eficaz para desarmar las subas de precios. El gobierno coexiste así con una inflación que aumenta la pobreza y deteriora el salario, puesto que cualquier intervención para corregir el problema lo pondría frente dos escenarios: el congelamiento de las subas de precios o la política de shock que propicia la derecha. Frente a esta indefinición, no tiene más remedio que continuar administrando la situación.



Ausencia de inversión reproductiva

Solo existe una causa que coadyuva a la inflación actual sobre la que hay coincidencia general: la carencia de inversiones reproductivas. Los economistas de todas las vertientes subrayan que los precios son también empujados hacia arriba por una fuerte restricción de la oferta ante la recomposición del nivel promedio de consumo de la población.



La recuperación del 2003-07 se efectivizó a partir de una enorme capacidad instalada ociosa y de un repunte de la inversión privada. Que sin embargo no logró poner en pie el stock de capital industrial requerido por el propio ciclo expansivo de la economía. Cuando se restauró la demanda los nuevos pedidos de compra no obtuvieron respuesta de los oferentes.



No es de extrañar entonces que la causa de este desfasaje fuera el bajo nivel de la inversión privada. Aunque tendió a subir en los últimos años se ubica muy lejos de lo requerido por dos restricciones estructurales: ausencia de financiación (los bancos prestan casi exclusivamente para consumo) y persistente fuga de capitales (por el hábito burgués de proteger los ahorros fuera del país). Esta tendencia fue potenciada por la recesión del año pasado, generando una caída adicional del 15%.



El bache de la inversión privada ha sido parcialmente compensado por su equivalente del sector público (sobre todo mediante caminos, puentes, cloacas, viviendas, escuelas), pero esta acción solo remontó los niveles de subsuelo que prevalecieron durante los años ‘90. Con esa inyección de fondos no se logra contrarrestar los problemas y se introducen nuevas adversidades.



En lugar de inversiones genuinas el Estado ha concedido subsidios a concesionarios privados en sectores estratégicos. Esta conducta heredada del privatismo menemista no ha cambiado. Una fabulosa masa de fondos públicos es destinada a empresarios que administran el transporte, la energía, los aeropuertos o la electricidad, sin ningún control de costos, ganancias, ni mejora en los servicios (La decrépita situación de los ferrocarriles es la evidencia más chocante de este despropósito).



Los economistas del establishment convocan a “seducir a los empresarios” con medidas que despierten su “confianza”, sin rememorar las nefastas consecuencias que generó esta misma convocatoria durante los años ‘90.



Lo ocurrido recientemente con la carne desmiente cualquier ilusión de remediar la estrechez de oferta con recetas de libre-mercado. Durante los últimos años la provisión de este alimento básico quedó sujeta a las decisiones de los ganaderos y los propietarios de tierra, sin ninguna interferencia oficial. Pero como el cultivo de soja fue más lucrativo que la crianza y engorde de animales, esta actividad perdió 13,5 millones de hectáreas y sufrió, sólo en el 2009 la liquidación de tres millones de cabezas. Más allá de las remarcaciones que imponen los supermercados y frigoríficos, que el gobierno intentó desesperadamente restringir introduciendo límites a las exportaciones, la falta de carne ilustra cómo el libre funcionamiento del mercado condujo a demoler la ganadería. Estos mismos desastres genera el libreto neoliberal en cualquier rama de la producción.



Por su parte, el gobierno se propondría remontar la baja inversión con la ampliación de los subsidios y la reconstitución del crédito de largo plazo. Pero como no contempla nacionalizar los recursos básicos (energía, minería, transporte) ni el sistema financiero, desestima los únicos instrumentos efectivos para reindustrializar el país y superar los baches de la oferta. La experiencia nos enseña que frente a la ausencia de vocación inversora de los capitalistas solo el Estado puede asumir la tarea de ampliar la capacidad productiva, y por lo tanto la oferta de bienes en el país. Mientras se mantenga este bajo nivel de inversión privada sin que el Estado se haga cargo en sectores directamente reproductivos, la inflación por restricción de oferta continuará.



Conclusiones y propuestas

Para los Economistas de Izquierda la inflación actual no es un problema más de la economía argentina. Es en este campo que se concentran todos los desequilibrios del modelo. La carestía expresa la impunidad que mantienen los grandes capitalistas para preservar sus ganancias, agravando los padecimientos del grueso de la población. La suba de precios indica el agotamiento del período de ganancias fáciles que siguió a la mega-devaluación del 2002 e ilustra el predominio de los grandes formadores de precios en condiciones de escasa inversión.



Para nosotros la inflación no es un problema que puedan resolver los expertos en un gabinete. Ningún especialista que trabaje en este tema es neutral. Puede poner sus conocimientos a disposición de los poderosos, del gobierno de turno o del movimiento social. Para frenar la carestía y preservar el poder adquisitivo de los ingresos populares, es necesario adoptar un conjunto de medidas tendientes a la administración directa de los precios, pero para ser efectivas estas medidas deben estar sostenidas por el protagonismo y el control social.



Un paso previo es la reconstitución de indicadores confiables. Los trabajadores y técnicos del INDEC, que fueran desplazados por la actual intervención, ya han elaborado propuestas tendientes a la gestación de un instituto de estadísticas autónomo de los gobiernos. Economistas de Izquierda apoya y se suma a estas iniciativas que de concretarse serán un avance, colocando al INDEC fuera de toda manipulación del Poder Ejecutivo.



Sin embargo una buena medición solo aportará termómetros eficaces para mejorar el conocimiento de la enfermedad. Un punto de partida indispensable es proteger el poder adquisitivo de los salarios y demás ingresos populares. La implantación de la escala móvil de salarios y otros ingresos (jubilaciones, pensiones, planes sociales), que permita el ajuste automático según la inflación es nuestra propuesta. Para nosotros esta indexación no recicla en forma inexorable la calesita de precios y sueldos, esto solo sucede si los beneficios permanecen intocados. Para nosotros si la principal causa de inflación es el alto nivel de la rentabilidad empresaria la forma de proteger el salario y otros ingresos es recortando las macro-ganancias de los capitalistas.



El control directo de los precios, en las empresas formadoras que controlan las cadenas de comercialización, es un complemento indispensable de la escala móvil, tanto para los trabajadores informales y precarizados, que no están cubiertos por negociaciones colectivas, como para los desocupados y pauperizados. Para los Economistas de Izquierda la implementación por el Estado de un sistema de precios máximos de la canasta familiar solo será eficaz si convoca a la participación directa de los consumidores. El fracaso de Moreno y sus métodos nos exime de mayores justificaciones. Por el contrario un ejemplo de la acción popular fue el freno que impusieron las protestas a los aumentos de tarifas que el gobierno había convalidado en agosto del 2009.



Un control efectivo de los precios solo es factible si conduce a verificar los costos. La única forma de saber cuál es el valor que corresponde a un bien es conociendo cuánto cuesta elaborarlo. Sobre esta contabilidad los capitalistas mantienen un riguroso secreto, argumentan que no pueden compartir una información vital ansiada por todos los competidores. Pero este supuesto viola los códigos de transparencia que postulan los propios capitalistas. En realidad los costos de producción se encubren para ocultar las ganancias, que como hemos señalado constituyen hoy el motor de la inflación. Así como el control de precios requiere de la participación de los consumidores, la verificación de los costos de producción necesita de la activa participación y control de los trabajadores para evitar la fuga de capitales y la evasión impositiva, que obstruyen la reconstitución de la inversión.



Para nosotros la lucha contra la inflación no puede justificar techos salariales en las negociaciones colectivas. Los trabajadores no deben ceder su legítimo derecho a proteger su capacidad de compra y a recuperar niveles de ingreso perdidos en las últimas décadas. Las reivindicaciones de “Salario igual a la canasta familiar” u “82% móvil a las jubilaciones” tienen plena vigencia y actualidad. Proteger los ingresos y luchar contra la inflación forman parte de una misma política.



Para EDI enfrentar la carestía es una batalla social, que debe encararse con plena conciencia de sus alcances. En este sentido el control a imponer debe ir acompañado de sanciones para todos los empresarios que lo transgredan. A tal efecto sigue vigente la vieja ley de abastecimiento, que autoriza a multar, clausurar y llegado el caso, expropiar a remarcadores y generadores de mercados negros.



En un país exportador de alimentos, dónde los precios internos han estado siempre directamente conectados a las cotizaciones internacionales, resulta indispensable introducir el monopolio estatal del comercio exterior. Para nosotros esta medida es vital para divorciar el precio local de sus equivalentes internacionales.



Complementariamente la eliminación del IVA a los artículos de la canasta familiar permitiría una modificación de los precios relativos de directo impacto sobre la capacidad de compra de los sectores populares. Así como el establecimiento de Centros Populares de Distribución y Comercialización, que garanticen que los productos de primera necesidad con precios máximos lleguen efectivamente a los sectores más necesitados.



Para quienes integramos Economistas de Izquierda la contención de la suba de precios no se logrará con simples disposiciones administrativas, más allá de la capacidad técnica y dedicación de quienes las instrumenten. Para que éstas resulten exitosas es condición ineludible que convoquen a la participación y movilización de los principales afectados. Si se logra el objetivo con ese método, el país comenzará a encontrar un sendero de nuevas soluciones para sus viejas desventuras.



Buenos aires, mayo de 2010.



Economistas de Izquierda- EDI

Claudio Katz, Jorge Marchini, Guillermo Gigliani, José Castillo, Eduardo Lucita

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